sábado, 13 de diciembre de 2025

Un éxtasis de la ceniza.

 Silencio. Ella. La existencia, esa gruesa sopa de gachas frías y remordimiento. ¡Sí, sí, qué cosa es el ser! ¿Un Éxodo sin Partida? El alba, el alba siempre repitiendo el mismo grito amarillo sobre el adoquín húmedo. Pero no hay pan, solo la miga de la Memoria que raspa la laringe del alma.

Dolor original, psicostasis sin balanza. El tedio, ese qué pegajoso que se adhiere a la suela del zapato y al corazón. Escucho el tic tac del tiempo en el reloj de la abuela, esa tictactología estúpida de los segundos que se deslizan hacia el Mar de la Ceniza, y el Ahí no llega, solo el Aquí que duele, punzada, aguijón.

¡La locura! ¡Clong! Un címbalo en el cráneo. ¡Tararí!

Un laberinto de espejos donde mi reflejo parpadea, ¿o es el de Odiseo, varado en la calle Sibilina? Por mi culpa, por mi mácula. El Logos se ha roto como porcelana barata. Y ahora, el río de palabras que no significan, solo la música de la saliva y el fonema.

—¿Quién? ¿Qué —Sólo un eco de lo que fue.

Y luego, la Muerte. Finis. Telos. ¡Stop! La Gran Corrección Tipográfica. La tinta se seca. El cuerpo, esa vestimenta de mezcla de lana gastada, se deshace, liberando un hedor a libros viejos y un poco de óxido. El gran No silencioso, sin punto ni coma. El silabario se cierra.

Señor. ¿Existe un Cáustico Celestial para limpiar esta mancha?

No. Solo el final de la frase.

Adiós, adiós. Y una gran, redonda, definitiva O de la nada.

El único círculo.

Nadie ha visto la existencia, solo el peso del aire contra el rostro que camina. Somos arcilla en manos de la duda, un recipiente roto que no olvida el cauce del torrente. Y el alma: esa moneda antigua, siempre en curso, que nadie cambia, solo se desgasta. Ella es el pozo donde el mundo se refleja y de tanto mirarse, sufre, canta y basta.

El dolor no es herida; es una forma, la geometría íntima que nos define, el ángulo exacto que la luz declina. Y tú lo cargas, no como una norma, sino como la fruta que madura en una rama expuesta a la neblina.

¿Y la locura? No es el grito ajeno. Es la súbita certeza de que todo lo que has nombrado es falso y es apenas el frágil biombo de tu propio modo de no ver lo tremendo. Ella es el mensajero que se quita el manto, el Ángel que te arroja su corona. Y tú te quedas solo, en ese espanto de que la rosa sea solo una peona en el tablero mudo del infinito llanto.

Es el intento de habitar la grieta entre el Sí y el No, sin anclaje ni red. El pulso que se mide contra el cometa, el corazón que bebe más de lo que sed le permite, y revienta.

Mas la Muerte es el centro, el último oficio. No es el final; es la intensa madurez que todo lo vivido exige en sacrificio. Ella ordena el desorden, con su palidez de estatua, y nos devuelve a lo que siempre fuimos: el silencio. Como el poeta que al fin halla el vocablo que deshace la estrofa, y en el vencimiento de la forma, descubre lo innombrable.

Morir es solo entrar en otra puerta, la que no tiene cerrojo ni bisagra. Ser una cosa mirando a su cosa muerta, y en esa pura entrega, limpia y magra, ser al fin, uno en la vasta noche despierta.

La cuerda deshilachada de la razón.

La locura, ese regalo de un dios aburrido, nos llega como la niebla. Se desliza por debajo de la puerta, nos viste con harapos de lógica invertida. Hemos gritado en las escaleras que no llevaban a ninguna parte, Hemos contado los ladrillos, buscando el patrón que negaba el caos. ¿Es preferible la mentira lúcida al horror de la verdad fragmentada?

Ella, con el pelo suelto y los ojos de papel quemado, caminaba descalza sobre los fragmentos de la memoria. Sus manos hacían gestos hacia un mar inexistente, donde las almas de los ahogados jugaban un ajedrez eterno. “Señor, los gusanos también aman las historias incompletas”, nos dijo.

Y ese escalofrío: el reconocimiento de que todos habitamos el mismo manicomio bien decorado, con sus cortinas de terciopelo. La voz que susurra que la vida es un borrador mal escrito, Un monólogo sin público, en una habitación cerrada con llave.

La muerte no es un final, sino una puntuación, un punto y coma suspendido. Llega con el hedor de un sótano antiguo, la humedad y el moho. No hay redención en el último suspiro, solo la fatiga del alma que por fin se despoja de su atuendo de ansiedad y propósito. ¿Qué dejaremos? Trozos de conversación, billetes arrugados, un nombre olvidado en el listín de una ciudad sin nombre.

Aquí, a orillas del río color de ceniza, esperamos la barcaza, La que no tiene vela ni remero, la que solo se desliza. El miedo ya no es un motor, sino una manta pesada. El fuego ha consumido el templo, y solo queda el humo que asciende, Indiferente a la plegaria, sordo al lamento.

Eternidad bajo el mar ciego.

Oh, mar, destrucción o amor, lágrima vasta que no nombra. Tu pecho es el olvido, la sustancia sin borde donde el tiempo solo es espuma blanca sobre un silencio azul que no termina. Se extiende el horizonte como una herida dulce, como un labio que no puede besar porque ya es todo, porque es la ausencia de la forma que fuimos, el regreso sin nombre.

Aquí las algas, cabello sumergido de la eterna durmiente, son la memoria fría, el tacto ciego que nos llama. Se confunde la sangre, lenta y roja, con el coral dormido, y un cuerpo de hombre, mínima sal en la inmensidad, se disuelve en la luz que nunca vio, en la tiniebla clara.

No hay anécdota aquí, no hay el cuchillo breve del recuerdo. Solo el gran oleaje, seno cóncavo y redondo que devuelve el suspiro primero, el fulgor inicial que fuimos. La roca es un dios roto, piedra que aspira el beso de la ola, y el hombre, solo un fósforo encendido bajo el agua, que al apagarse existe más que nunca, fusión con el abismo.


Palma, alma, estrella.

Se alza la palma, un grito vertical de tierra que ha bebido el olvido del sol hasta el hueso. Su tronco es una columna donde el tacto se pierde, y arriba, en el silencio denso donde se asfixia el aire, abre sus manos ciegas, palmas de un dios fatigado.

No es madera, es deseo cuajado, es la sed que sube desde el mineral para besar la luz que no conoce, el astro fugitivo. Bajo su sombra, un castillo de arena, sí, o de cal viva en el pecho, un muro que el amor derribará con un soplo o con un látigo suave. ¡Oh, arquitectura vana, hueso que intenta ser nube!

Y el alma, esa voz que no tiene garganta, esa sal que se derrama sin agua en la llanura. Es un reflejo húmedo en el ojo de un ciervo nocturno, una brasa que no quema si la nombras, pero que incendia la distancia hasta el final. Ella clama por fundirse, por ser la hoja, el viento, la veta de oro oscuro que sostiene el desastre.

Por eso mira hacia el azul, ese desierto frío. Allí pululan, frías y pequeñas, las estrellas como ceniza de un cuerpo que fue pasión, partículas de un amor cósmico que ya no existe, polvo que el viento mueve entre los labios de un dios. No las mires, no las toques, son sólo recuerdo. Sólo el olvido es carne.

Cae la noche sobre la palma, y en su oscura cintura el castillo se desmorona dulcemente, mientras el alma se precipita, para ser, por un instante, la luz hiriente de una estrella que muere, y que al fin es tú y soy yo. Fusión, destrucción. Todo es lo mismo. Un solo cuerpo inmenso bajo un cielo de piedra.

Barcas hacia el origen.

Estos navíos que no tienen quilla ni mástil, barcos de solo sombra, cargados de silencio y de la arena que sobró en los bolsillos del ahogado. Son la materia incorruptible del olvido, las raíces al revés que buscan la luz donde el sol es todavía una promesa sin forma, anterior al cuerpo.

Suben lentas, desgajadas de un océano horizontal y de hombres que aman con la respiración corta de la materia; ellas portan el eco de las palabras que nunca supimos decirnos, la sed intacta de los que se durmieron mirando el mismo muro. Mira sus velas, no son de lino: son de una espuma que ya es astro, de una piel que se ha confundido con el aire frío de las altas esferas.

Cada barca es una cicatriz luminosa, un corazón que se desprende de la carne para ser únicamente pulso, rumor que asciende. No llevan marineros, sino la memoria compartida del deseo, esa inmensa prisa por ser fondo, por ser uno con el metal oscuro de la noche.

Cuando llegan, el cielo no es azul ni promesa, sino una inmensa boca abierta, una fusión sin bordes donde el límite de la madera se quiebra, donde el nombre de la barca se disuelve en el rumor primero. Son un millón de astillas de amor volando hacia el cristal del origen, hasta hacerse raíz final, estrella húmeda en el silencio de Dios.

Ciclo del hondo sol.

El cuerpo, mapa de una pena profunda, espejo de una ciudad que se derrumba en el hálito sin nombre de la tarde. Aquí no hay muros que detengan la fuga del tiempo, este puñal que solo aguarda.

El eco de la sangre es ya ceniza, una pausa infinita en el silencio. Y en la grieta donde el ser se deshabita, asciende, como niebla, el dolor del alma. Fruto de sombra que el sol nunca deshizo. El lenguaje se pudre en la garganta y el silencio es la única respuesta, un dios helado sobre un campo yermo.

¿Qué queda del ritual, del movimiento? Solo el residuo, la arena que no fluye. El mundo es una rueda que repite la misma sílaba vana, el mismo gesto. Y de esta repetición, de esta agonía circular que el futuro nos promete, nace este lento y mineral cansancio de vida.

Un hilo tenue sostiene el laberinto. El deseo se ha vuelto memoria mustia, el aire que respiro ya no me nombra. Somos el hueco azul de una pregunta sin respuesta, la nada que subsiste. El alma, un ojo ciego que regresa a contemplar la piedra donde duerme la luz que un día fue promesa y ahora, solo es una sombra quieta.

Quizá Océano.

Alzar el pretexto para atisbar

una alegoría, quizá Océano

el gran río que rodea el mundo.
Allá lejos donde solté el equipaje
en medio de multitudes agitadas
con jardines prodigiosos
y bahías vírgenes, fui peregrino.
Susurro un secreto para seguir.

¿Para qué existo?

La hierba se estremece un poco, tal vez la brisa pasa a través de ella. Y las hojas de los olivos tiemblan del mismo modo.

Hay una viento que empuja a las nubes desde el mar.
Pequeña alma, siempre desvestida, trepa por los estantes de las ramas del pino, aguarda en la copa, atenta, como un centinela o un vigía.
Yo improvisé, poco recordé. ¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante? Células en una gran oscuridad.
Alguna máquina nos hizo, es el turno ahora de exigirle, de volver a preguntarle: ¿Para qué existo? ¿Para qué existo?.

Delirio.

 Vuelvo al delirio, esa razón interminable, donde todo es posible.

Esa nada que sepulta la ilusión de una divinidad me angustia.
Me alegra más el no saber, prefiero imaginar mil dioses.

viernes, 12 de diciembre de 2025

El mar de alma profunda.

 El mar, gigante azul de alma profunda,

respira con un ritmo ancestral.

Susurros de caracolas dormidas,
cuentos de navegantes y sirenas,
historias de tormentas y almenas.
El sol pinta reflejos vivos,
y el viento salado, mueve velas
a lugares soñados.

El cenit vacío.

El cielo, una ostra pálida y sin perla,

se extiende sobre el tedio de la tierra.

Un azul deslavado, sin querella,

donde el sol es recuerdo, no una guerra.
Las nubes, trapos grises, vagan lentas,
sin forma definida, sin destino.
Un aire enrarecido, sin tormentas,
suspende el tiempo en un sopor mohíno.
Y abajo, el polvo, la baldía espera,
los muros desmoronados, la osamenta
de un mundo que en silencio desespera,
aguardando la sombra, la tormenta
final. La muerte, con sus dedos fríos,
recorre las estancias olvidadas,
los ecos de los llantos, los vacíos
de vidas que fueron malgastadas.
No hay promesa de aurora, ni consuelo,
solo este cielo hueco, indiferente,
testigo mudo del eterno duelo,
de la existencia inútil, indolente.
El tiempo, un río estancado y oscuro,
arrastra los fragmentos del pasado,
un sabor a ceniza, impuro,
de un futuro ya siempre clausurado.
Así, bajo la bóveda vacía,
la muerte danza un vals espectral,
mientras la última sombra, fría,
cubre la pena, el tedio mortal.


El agua del mar no pregunta.

 El agua del mar no pregunta, sus colores son la respuesta: Somos esto, pulpa de rumor y distancia, reposo donde el nacer es solo el acto para morir, para ser, por fin, mar.

Totalidad sin ojos que nos miren,
solo el susurro profundo y sin orillas de la eternidad.