Silencio. Ella. La existencia, esa gruesa sopa de gachas frías y remordimiento. ¡Sí, sí, qué cosa es el ser! ¿Un Éxodo sin Partida? El alba, el alba siempre repitiendo el mismo grito amarillo sobre el adoquín húmedo. Pero no hay pan, solo la miga de la Memoria que raspa la laringe del alma.
Dolor original, psicostasis sin balanza. El tedio, ese qué pegajoso que se adhiere a la suela del zapato y al corazón. Escucho el tic tac del tiempo en el reloj de la abuela, esa tictactología estúpida de los segundos que se deslizan hacia el Mar de la Ceniza, y el Ahí no llega, solo el Aquí que duele, punzada, aguijón.
¡La locura! ¡Clong! Un címbalo en el cráneo. ¡Tararí!
Un laberinto de espejos donde mi reflejo parpadea, ¿o es el de Odiseo, varado en la calle Sibilina? Por mi culpa, por mi mácula. El Logos se ha roto como porcelana barata. Y ahora, el río de palabras que no significan, solo la música de la saliva y el fonema.
—¿Quién? ¿Qué —Sólo un eco de lo que fue.
Y luego, la Muerte. Finis. Telos. ¡Stop! La Gran Corrección Tipográfica. La tinta se seca. El cuerpo, esa vestimenta de mezcla de lana gastada, se deshace, liberando un hedor a libros viejos y un poco de óxido. El gran No silencioso, sin punto ni coma. El silabario se cierra.
Señor. ¿Existe un Cáustico Celestial para limpiar esta mancha?
No. Solo el final de la frase.
Adiós, adiós. Y una gran, redonda, definitiva O de la nada.