La locura, ese regalo de un dios aburrido, nos llega como la niebla. Se desliza por debajo de la puerta, nos viste con harapos de lógica invertida. Hemos gritado en las escaleras que no llevaban a ninguna parte, Hemos contado los ladrillos, buscando el patrón que negaba el caos. ¿Es preferible la mentira lúcida al horror de la verdad fragmentada?
Ella, con el pelo suelto y los ojos de papel quemado, caminaba descalza sobre los fragmentos de la memoria. Sus manos hacían gestos hacia un mar inexistente, donde las almas de los ahogados jugaban un ajedrez eterno. “Señor, los gusanos también aman las historias incompletas”, nos dijo.
Y ese escalofrío: el reconocimiento de que todos habitamos el mismo manicomio bien decorado, con sus cortinas de terciopelo. La voz que susurra que la vida es un borrador mal escrito, Un monólogo sin público, en una habitación cerrada con llave.
La muerte no es un final, sino una puntuación, un punto y coma suspendido. Llega con el hedor de un sótano antiguo, la humedad y el moho. No hay redención en el último suspiro, solo la fatiga del alma que por fin se despoja de su atuendo de ansiedad y propósito. ¿Qué dejaremos? Trozos de conversación, billetes arrugados, un nombre olvidado en el listín de una ciudad sin nombre.
Aquí, a orillas del río color de ceniza, esperamos la barcaza, La que no tiene vela ni remero, la que solo se desliza. El miedo ya no es un motor, sino una manta pesada. El fuego ha consumido el templo, y solo queda el humo que asciende, Indiferente a la plegaria, sordo al lamento.
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