Se alza la palma, un grito vertical de tierra que ha bebido el olvido del sol hasta el hueso. Su tronco es una columna donde el tacto se pierde, y arriba, en el silencio denso donde se asfixia el aire, abre sus manos ciegas, palmas de un dios fatigado.
No es madera, es deseo cuajado, es la sed que sube desde el mineral para besar la luz que no conoce, el astro fugitivo. Bajo su sombra, un castillo de arena, sí, o de cal viva en el pecho, un muro que el amor derribará con un soplo o con un látigo suave. ¡Oh, arquitectura vana, hueso que intenta ser nube!
Y el alma, esa voz que no tiene garganta, esa sal que se derrama sin agua en la llanura. Es un reflejo húmedo en el ojo de un ciervo nocturno, una brasa que no quema si la nombras, pero que incendia la distancia hasta el final. Ella clama por fundirse, por ser la hoja, el viento, la veta de oro oscuro que sostiene el desastre.
Por eso mira hacia el azul, ese desierto frío. Allí pululan, frías y pequeñas, las estrellas como ceniza de un cuerpo que fue pasión, partículas de un amor cósmico que ya no existe, polvo que el viento mueve entre los labios de un dios. No las mires, no las toques, son sólo recuerdo. Sólo el olvido es carne.
Cae la noche sobre la palma, y en su oscura cintura el castillo se desmorona dulcemente, mientras el alma se precipita, para ser, por un instante, la luz hiriente de una estrella que muere, y que al fin es tú y soy yo. Fusión, destrucción. Todo es lo mismo. Un solo cuerpo inmenso bajo un cielo de piedra.
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