El cuerpo, mapa de una pena profunda, espejo de una ciudad que se derrumba en el hálito sin nombre de la tarde. Aquí no hay muros que detengan la fuga del tiempo, este puñal que solo aguarda.
El eco de la sangre es ya ceniza, una pausa infinita en el silencio. Y en la grieta donde el ser se deshabita, asciende, como niebla, el dolor del alma. Fruto de sombra que el sol nunca deshizo. El lenguaje se pudre en la garganta y el silencio es la única respuesta, un dios helado sobre un campo yermo.
¿Qué queda del ritual, del movimiento? Solo el residuo, la arena que no fluye. El mundo es una rueda que repite la misma sílaba vana, el mismo gesto. Y de esta repetición, de esta agonía circular que el futuro nos promete, nace este lento y mineral cansancio de vida.
Un hilo tenue sostiene el laberinto. El deseo se ha vuelto memoria mustia, el aire que respiro ya no me nombra. Somos el hueco azul de una pregunta sin respuesta, la nada que subsiste. El alma, un ojo ciego que regresa a contemplar la piedra donde duerme la luz que un día fue promesa y ahora, solo es una sombra quieta.
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